La militarización de Estados Unidos en su lucha contra las sustancias ilegales, tanto a lo interno como globalmente, ha fracasado desde sus inicios.
Más allá de erradicar las redes criminales que movilizan toneladas de cocaína, marihuana, fentanilo y otros compuestos psicotrópicos, Washington forma parte de los ciclos económicos que dinamizan esta industria y benefician un complejo industrial carcelario, su cultura de excepcionalismo militar, su lobby armamentístico y la influencia corruptora del dinero en la política.
La élite política, financiera y militar de Estados Unidos ha sido el núcleo fundamental de un sistema que externaliza sus conflictos y se beneficia del caos que genera mientras sostiene la retórica de Seguridad Nacional.
Incubando la doctrina del caos
La "Guerra Global contra el Terrorismo" (GWOT, por sus siglas en inglés), declarada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, no erradicó el terrorismo sino que lo financió y globalizó. Lo mismo pasó con la "guerra contra las drogas".
Según el análisis de Oswaldo Zavala en Los cárteles no existen, se trata de una herramienta de poder para afianzar un orden global jerárquico, donde Estados Unidos ejerce control mediante la militarización y la imposición de políticas económicas neoliberales.
Términos como "cártel" o "guerra contra las drogas" son construcciones discursivas originadas en agencias como la DEA, que los países del Sur global adoptaron mientras moldeaban sus políticas internas según los intereses de Washington. Esta fachada se hizo evidente en operaciones encubiertas.
Se dice que la conexión de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA, sus siglas en inglés) con el narcotráfico es tan antigua como la misma agencia. Esta tiene un historial de colaboración con narcotraficantes para avanzar en sus objetivos geopolíticos, desde el Triángulo Dorado en el sudeste asiático hasta el escándalo Irán-Contras en Nicaragua, donde la agencia permitió que los Contras se financiaran con el tráfico de cocaína a Estados Unidos.
Décadas después, en Afganistán, la agencia colaboró con señores de la guerra narcotraficantes como Gulbuddin Hekmatyar, transformando al país en el principal productor mundial de opio tras la invasión de 2001. Presentada como una misión para erradicar a Al Qaeda y acabar con los talibanes, la inversión de más de 2,26 billones de dólares y la muerte de 176 mil personas tuvo como efecto paradójico la consolidación del país centroasiático como el principal productor mundial de heroína.
Según informes de la ONU, en 2019 Afganistán producía más del 80% de la heroína global. Muchos señores de la guerra narcotraficantes, como el general Dostum, fueron integrados al gobierno de Hamid Karzai como aliados estratégicos. El sistema de contratación militar, con miles de millones de dólares en fondos no supervisados, permitió que el dinero del narcotráfico se lavara a través de empresas fantasma y contratistas militares.
Altos funcionarios como el ministro de Defensa, Muhammad Fahim, estaban vinculados al tráfico, y la CIA optó por no desmantelar estas redes, priorizando la lucha contra los talibanes sobre la erradicación de los cultivos. Desde que Estados Unidos abandonó Afganistán en 2022, los talibanes disminuyeron los cultivos de amapola en un 95%. Los medios globales mantuvieron el relato de que era un negocio talibán mientras ocultaban a los actores y agencias estadounidenses que protegían la producción de opioides.
Por otra parte, la invasión de Irak en 2003 convirtió a ese país en un nodo crucial del tráfico internacional de tramadol y otros opioides sintéticos. Con la destrucción del aparato estatal y la proliferación de milicias armadas, el tráfico de drogas se convirtió en una fuente esencial de financiamiento para grupos que inicialmente habían sido armados y entrenados por Estados Unidos.
La producción de tramadol aumentó un 400% entre 2004 y 2010, con rutas de contrabando establecidas por antiguos oficiales del ejército iraquí desmovilizados que habían sido entrenados por fuerzas especiales estadounidenses. El caos resultante facilitó el surgimiento de ISIS, que se financió en parte con el tráfico de antigüedades y petróleo, pero también con narcóticos, aprovechando las rutas de contrabando preexistentes.
La guerra, por tanto, no fue un antídoto contra el crimen organizado, sino su principal incubadora.
El control y el despojo como fin ulterior
Zavala describe cómo la "guerra contra las drogas" también funcionó como un instrumento de desposesión. En México, periodistas de investigación como Federico Mastrogiovanni y Dawn Paley han demostrado que las "guerras entre cárteles" a menudo ocultan estrategias de despojo territorial.
La escalada de violencia y el despliegue de fuerzas federales coincidieron con la reforma energética que permitió la participación de capitales privados y extranjeros en la explotación de petróleo, gas y minerales. La "guerra" creó un clima de terror que facilitó la imposición de políticas neoliberales y la apropiación de tierras ricas en recursos sin oposición local.
Bajo esta lógica, el gobierno de George W. Bush presionó al entonces presidente mexicano Felipe Calderón para que en 2006 "se quitara los guantes" y desatara una guerra frontal contra los supuestos cárteles. Esta estrategia, pactada en reuniones de alto nivel, no respondía a una emergencia real de seguridad —el índice de homicidios iba a la baja—, sino que fue una decisión política. El resultado fue una explosión de violencia que ha dejado cientos de miles de muertos y desaparecidos.
El Plan Colombia, iniciado en el 2000 bajo la misma retórica antidrogas, resultó en una masiva inyección de ayuda militar estadounidense que exacerbó el conflicto interno y desplazó a millones. Aunque redujo temporalmente los cultivos de coca, el narcotráfico se reorganizó y diversificó.
La política estadounidense de erradicación aérea con glifosato, iniciada en 1994 y continuada hasta 2015, resultó en una catástrofe ambiental y social sin reducir significativamente la producción de coca. La superficie cultivada en Colombia aumentó un 40% entre 2013 y 2017, pese a la fumigación intensiva de más de 4 millones de hectáreas.
La guerra contra las drogas en Colombia consolidó un Estado militarizado y sirvió para proteger los intereses económicos de élites locales y trasnacionales casi siempre a costa de las comunidades más vulnerables.
Estadística de una derrota anunciada
Mientras las guerras alimentaban el narcotráfico global, Estados Unidos perdió la batalla en su propio territorio. Las estadísticas son demoledoras y pintan el cuadro de una nación en crisis:
- Desde 1999, las sobredosis de drogas han matado a más de 1,15 millones de personas en Estados Unidos. Solo en 2022, se registraron 107 mil 941 muertes por esta causa.
- Según el informe de la ONU de 2023, el consumo de drogas ilícitas en Estados Unidos es el más alto del mundo, con más del 26% de la población entre 15 y 64 años reportando haber consumido alguna sustancia ilícita en el último año.
- El 75,6% de las muertes por sobredosis en 2023 estuvieron relacionadas con opioides, con el fentanilo ilegal como principal responsable (72,776 muertes). Esta crisis tiene sus raíces en la sobreprescripción de analgésicos por parte de la industria médica, un problema alimentado durante años por laboratorios farmacéuticos que priorizaron las ganancias sobre la salud pública.
- Datos del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas muestran que las tasas de mortalidad por sobredosis en adolescentes de 15-19 años aumentaron un 94% entre 2019 y 2021.
- Más de la mitad (51.2%) de los estadounidenses de 12 años o más ha consumido drogas ilícitas al menos una vez. Casi 50 millones (16.8% de la población) había consumido los últimos 30 días antes de ser encuestados.
- A pesar de un presupuesto federal de control de drogas de 44,5 mil millones de dólares en 2024, las políticas de “tolerancia cero” han tenido un impacto devastador y desproporcionado sobre las comunidades afroamericanas y latinas. Aunque representan solo el 12% de los consumidores, los afroamericanos constituyen el 34% de los arrestados por delitos de drogas y el 45% de la población carcelaria federal por estos crímenes.
- Las incautaciones de hongos de psilocibina aumentaron un 500% entre 2017 y 2022, mientras que las de fentanilo se duplicaron en solo dos años.
En el libro Los narcos gringos, J. Jesús Esquivel describe cómo la legalización de la marihuana en varios estados, lejos de ser una solución integral, ha revelado nuevas contradicciones. Genera un "mercado negro" que traslada marihuana legal a estados donde es ilegal y ha obligado a los cárteles mexicanos a cambiar su estrategia, enfocándose en drogas más potentes y peligrosas como el fentanilo.
Los "narcos con licencia", como señala Esquivel, usan la legalidad como escudo para cometer delitos, todo imbuido es una hipocresía sistémica en la que se combate el narcotráfico fuera de las fronteras mientras se permite un mercado legal interno que no resuelve el problema de fondo de la adicción.
Los bancos están donde hay dinero y viceversa
La derrota en la guerra contra las drogas está codificada en la estructura de poder de Estados Unidos, por lo que es una victoria para sus élites políticas y financieras. En 2012 se reveló un caso de complicidad en el lavado de dinero del narcotráfico mediante un sistema de impunidad selectiva y regulación permisiva. Grandes bancos como HSBC, Wachovia, JP Morgan y Citigroup lavaron cientos de miles de millones sin enfrentar cargos penales:
- HSBC admitió lavar más de 7 mil millones de dólares para el Cártel de Sinaloa y otros grupos y mil millones para bancos vinculados con Al-Qaeda. Solo pagó una multa simbólica de 1,9 mil millones.
- El caso involucró a clientes de alto perfil involucrados en el tráfico de drogas, millones de dólares en cheques de viajero sospechosos y una resistencia por parte de la entidad al cierre de cuentas vinculadas a actividades sospechosas.
- Wachovia, por su parte, fue multada con solo 160 millones de dólares por lavar 378,4 mil millones de dolares, sin que ningún banquero fuera encarcelado.
El gobierno estadounidense, incluyendo el Departamento de Justicia y reguladores como la Oficina del Contralor de la Moneda (OCC, por sus siglas en inglés), permitió que estos bancos escaparan de consecuencias graves bajo el argumento de que enjuiciarlos podría "desestabilizar el sistema financiero global".
Las autoridades optaron por acuerdos de prosecución diferida y multas simbólicas en lugar de procesamientos criminales argumentando que los bancos son "demasiado grandes para quebrar" o "demasiado grandes para encarcelar". Mientras ciudadanos comunes enfrentan prisión por posesión de drogas, los ejecutivos bancarios no solo evaden la cárcel, sino que reciben bonos millonarios.
Existe una profunda complicidad de actores dentro del propio establishment. Esquivel describe a los "narcos sajones", ciudadanos blancos, de clase media-alta, que actúan como los “autores intelectuales” del tráfico moderno. Operan desde el mundo financiero y corporativo, fueron pioneros en introducir cocaína en círculos de élite y perfeccionaron las técnicas logísticas para los cárteles colombianos. Además, facilitan el lavado de cientos de millones de dólares en bancos estadounidenses, compran propiedades de lujo y gozan de una clemencia judicial que nunca se extendió a las minorías.
El caso de Fort Bragg, detallado por Seth Harp, revela una red criminal integrada por militares en activo, veteranos y civiles, funcionaba como un "cártel paralelo" con vínculos directos con Los Zetas en México.
Estados Unidos es el principal proveedor de armas para los cárteles mexicanos. Civiles estadounidenses y dueños de armerías, sobornados o haciendo la vista gorda, compran legalmente arsenales que luego cruzan ilegalmente a México. Este "tráfico hormiga" es la técnica más utilizada y difícil de detectar, y ha permitido la militarización de los cárteles, equiparando o superando el poder de fuego de las fuerzas de seguridad mexicanas.
Es un negocio de bajo riesgo para los traficantes, ya que el foco de la aplicación de la ley casi siempre está en el flujo de drogas hacia el norte, no en el de armas hacia el sur.
Trump, En la cima de la impunidad
La primera administración de Donald Trump (2017-2021) no solo ignoró estas crisis entrelazadas, sino que trabajó activamente para desmantelar los frágiles mecanismos de rendición de cuentas y normalizar la transgresión dentro del aparato estatal.
Al perdonar a militares acusados de crímenes de guerra, como el teniente Matthew Golsteyn y el sargento mayor Edward "Eddie" Gallagher en 2019, Trump envió un mensaje claro de impunidad a las tropas de élite. Esta cultura de excepcionalismo exaltó la violencia fuera de combate y debilitó la disciplina, lo que coincidió con un aumento en el tráfico de drogas y la violencia doméstica en bases como Fort Bragg.
También nombró a Ronny Jackson, su médico personal acusado de malversación de medicamentos y prescripción indebida, como secretario de Asuntos de Veteranos (antes de ser retirado por el Senado). Jackson, conocido como "el Candy Man", distribuía estimulantes y ansiolíticos sin control en la Casa Blanca, legitimando una cultura de abuso de sustancias en la cúpula del poder.
Su administración no priorizó el tratamiento por estrés postraumático (TEPT) ni la adicción entre los veteranos, exacerbando el consumo de drogas como automedicación. Mientras las muertes por sobredosis y los asesinatos aumentaban, no hubo ninguna política específica para abordar la epidemia dentro del ejército.
Sus designaciones para la actual administración prometen profundizar la impunidad. Michael Waltz, un ex boina verde que hizo "decenas de millones de dólares" entrenando a unidades afganas vinculadas al narcotráfico, fue elegido como Asesor de Seguridad Nacional. En mayo pasado fue cesado del cargo, un mes después de estallar el conocido como "Signalgate", la mayor brecha de seguridad de Estados Unidos en la historia reciente.
Pete Hegseth, un vocero mediático que defendió fervientemente a figuras tóxicas como Eddie Gallagher, fue designado Secretario de Defensa. Su primer acto simbólico fue cambiar el nombre de la base de Fuerte Libertad de vuelta a Fort Bragg, un rechazo explícito a cualquier intento de reforma.
Las guerras "contra el terrorismo" y "contra las drogas" han funcionado como un motor que perpetúa el mismo problema que pretenden resolver. Han creado mercados ilegales, financiado a actores violentos, militarizado el crimen organizado y desestabilizado regiones enteras. Todo mientras una red de complicidad dentro de la élite política, financiera y militar de Estados Unidos se beneficia directa o indirectamente de este ciclo de violencia.
Atrapado en una paradoja trágica, Estados Unidos gasta miles de millones en una guerra que no puede ganar porque su propio sistema ha creado las condiciones para su derrota perpetua. La retórica belicista sirve para enmascarar una realidad de despojo, impunidad y una profunda crisis de salud pública.
Hasta que no enfrente las contradicciones estructurales de su propio modelo, sus guerras globales seguirán siendo, en esencia, guerras contra la humanidad.