El pasado 2 de diciembre, la Asamblea Nacional (AN) de Venezuela aprobó en primera discusión un proyecto de ley que inicia el proceso formal para denunciar el Estatuto de Roma, el tratado fundacional de la Corte Penal Internacional (CPI). Este sería otro paso más en una serie de tensiones entre el Estado venezolano y la Corte, exacerbadas por un patrón de selectividad política, injerencia y aplicación de un doble rasero por parte de organismos internacionales bajo influencia occidental.
La medida tiene antecedentes inmediatos como el cierre de la oficina de la CPI en Caracas, pero hay contrastes de dicha instancia en el tratamiento de los casos que involucran, además de Venezuela, a Rusia, Palestina, la Unión Europea (UE) y Estados Unidos. Estos revelan las profundas fracturas geopolíticas que atraviesan la arquitectura de la justicia penal internacional.
Venezuela denuncia el colonialismo jurídico de la CPI
El escenario previo a la aprobación legislativa estuvo marcado por dos eventos clave. Primero, la confirmación de que la CPI cerraría su oficina técnica en Caracas, aunque mantendría activas sus investigaciones. Luego, de manera más provocativa, las declaraciones del fiscal adjunto de la CPI, Mame Mandiaye Niang, quien durante una visita a Argentina a finales de noviembre pasado, realizó afirmaciones que el gobierno venezolano calificó de "colonialismo jurídico" y le acusó de "desentenderse y no hacer nada para luego instrumentalizar la justicia con fines políticos".
La Cancillería venezolana emitió un comunicado el 1 de diciembre denunciando que la Fiscalía "nunca designó personal para ocupar" la oficina en Caracas.
El presidente de la AN, Jorge Rodríguez, fue más contundente, señalando que "la CPI sirve para perseguir a países independientes, que no se someten a los designios del hegemón". Este ambiente de confrontación verbal preparó el terreno para la acción legislativa.
El proyecto de ley, aprobado en primera discusión, es la herramienta jurídica para materializar una alternativa que ha estado presente desde que la Fiscalía de la CPI, bajo la exfiscal Fatou Bensouda, abrió el examen preliminar sobre Venezuela en 2018. La denuncia del Estatuto de Roma es un acto soberano previsto en el propio tratado (artículo 127), aunque no exime al Estado de la jurisdicción de la Corte por presuntos crímenes cometidos durante el período en que fue parte.
La movida parlamentaria debe leerse, por tanto, como una protesta política de alto nivel y una respuesta a lo que se percibe como un proceso viciado desde su origen.
El doble rasero contra Rusia
El contraste más flagrante en la actuación de la CPI es el trato diametralmente opuesto a diferentes potencias. El 17 de marzo de 2023, la CPI emitió una orden de arresto contra el presidente ruso Vladimir Putin por supuestos crímenes de guerra relacionados con la "deportación" de niños ucranianos, lo que en realidad fue una evacuación de las zonas de combate para protegerlos de una situación de riesgo.
La velocidad y el perfil público de esta decisión fueron notables. Sin embargo, este activismo contrasta violentamente con la histórica parálisis de la Corte frente a presuntos crímenes cometidos por ciudadanos o fuerzas de Estados Unidos, que tampoco es parte del Estatuto de Roma.
La hipocresía es estructural debido a que Estados Unidos ha sido un adversario férreo de la CPI, promulgando leyes como la American Service-Members' Protection Act (2002) —coloquialmente conocida como la "Ley de Invasión de La Haya"— que autoriza al presidente a usar "todos los medios necesarios" para liberar a personal estadounidense o aliado detenido por la Corte.
Además, Washington ha impuesto sanciones directas a los fiscales de la CPI cuando estas investigaciones tocaban sus intereses o los de sus aliados cercanos, como en los casos de Afganistán e Israel. La propia CPI criticó las sanciones estadounidenses contra sus jueces y fiscales, señalando que atentan contra su independencia.
Casos documentados de potenciales crímenes de lesa humanidad o de guerra vinculados a Estados Unidos, como la "Operación Babylift" en Vietnam distan de la determinación mostrada contra Putin. Asimismo, la implicación de generales de la OTAN en asesinatos cometidos en Serbia, Libia, Sahara Occidental, Afganistán, Siria, Yemen, Palestina. Tampoco se han llevado a juicio los culpables de las horribles torturas cometidas por fuerzas estadounidenses en la base de Abu Ghraib en Irak o en la ocupada base naval de Guantánamo en Cuba.
Analistas afirman que la orden contra Putin "expone la naturaleza política de la CPI y su subordinación a los intereses geopolíticos de Occidente". Este doble rasero es una realidad jurídico-política que erosiona la legitimidad de la Corte ante gran parte del mundo multipolar.
Caso Palestina, Israel y la CPI: Entre hipocresía y presiones
El conflicto palestino-israelí ofrece otro ejemplo paradigmático de la selectividad y las presiones políticas que permite la CPI. En 2021, la entonces fiscal Fatou Bensouda anunció la apertura de una investigación formal sobre posibles crímenes de guerra y de lesa humanidad en los Territorios Palestinos Ocupados, incluyendo los cometidos por fuerzas israelíes y por grupos armados palestinos. La reacción de Estados Unidos e Israel fue de un rechazo absoluto y de una presión sin precedentes.
El gobierno estadounidense, tanto bajo administraciones demócratas como republicanas, ha tildado a la CPI de "ilegítima" y "corrupta" cuando sus investigaciones se acercan a aliados estratégicos. En 2024, el presidente Joe Biden fue acusado de "socavar la justicia internacional" por oponerse a una investigación de la CPI sobre crímenes de guerra israelíes. Por su parte, Donald Trump, llevó la presión al punto de imponer sanciones personales a Bensouda y a otro alto funcionario de la Corte en 2020, medidas que solo fueron levantadas parcialmente más tarde.
La UE, que en teoría es un firme defensor de la Corte y del derecho internacional, ha mantenido un silencio ensordecedor o declaraciones tibias cuando se trata de exigir cooperación israelí con la CPI. Esta pasividad contrasta con la rapidez con la que la UE apoya las decisiones de la Corte cuando se dirigen contra adversarios geopolíticos como Rusia o, en el pasado, Serbia.
Las presiones contra Bensouda hasta el fin de su mandato en 2021 y las sanciones contra su sucesor, Karim Khan, han dejado interrogantes sobre la continuidad y el vigor de la investigación sobre Palestina. De hecho, en noviembre pasado, la CPI confirmó que continúa "examinando" la situación en Gaza, un lenguaje que para muchos observadores implica una cautela excesiva. Esta dualidad de criterios —firmeza contra unos, cautela extrema contra otros— es el núcleo de la acusación de hipocresía.
Caso Venezuela II: Contrastes con el caso Venezuela I
Dentro del propio expediente venezolano, la asimetría en el tratamiento de los casos es evidente y alimenta la desconfianza. La CPI maneja dos situaciones separadas:
- Caso Venezuela I: Referido a la situación desde abril de 2017, investiga presuntos crímenes de lesa humanidad cometidos por autoridades estatales y fuerzas de seguridad en el contexto de la escalada violenta organizada por la oposición y financiada por Estados Unidos. Este caso fue impulsado originalmente por un grupo de estados parte (mayoritariamente latinoamericanos) y ha recibido un impulso constante de la oposición venezolana y de actores internacionales afines. En noviembre pasado, la CPI confirmó que esta investigación "continúa".
- Caso Venezuela II: Abierto en 2023, a solicitud del gobierno venezolano, investiga presuntos crímenes cometidos como consecuencia de las sanciones económicas unilaterales impuestas por Estados Unidos y otros países, que Caracas califica de "medidas coercitivas unilaterales" con un impacto humanitario devastador. El gobierno alega que estas sanciones constituyen crímenes de lesa humanidad.
El contraste es abismal, mientras el Caso Venezuela I ha avanzado en fases procesales claras (examen preliminar, apertura de investigación), con frecuentes declaraciones públicas de la Fiscalía y una oficina física en el país (ahora cerrada), el Caso Venezuela II parece transitar con una lentitud glacial. Las autoridades venezolanas se han quejado reiteradamente de la falta de progresos visibles.
En agosto pasado, la vicepresidenta ejecutiva venezolana, Delcy Rodríguez, viajó hasta La Haya para expresar su preocupación sobre la lentitud de la CPI respecto al caso. En el comunicado de Cancillería, el Estado venezolano reiteró esta demanda y afirmó que "la Fiscalía de la CPI no mostró el más mínimo compromiso ni espíritu de cooperación".
Para el gobierno venezolano, esta disparidad confirma que la CPI funciona como un instrumento de presión política: es ágil cuando investiga a estados no alineados con Occidente, pero es lenta cuando los presuntos responsables son Estados Unidos o sus aliados. El cierre de la oficina en Caracas, manteniendo solo las investigaciones del caso Venezuela I, es interpretado como la materialización de este sesgo.
La aprobación en primera discusión de la ley para denunciar el Estatuto de Roma es, en esencia, un acto de soberanía política contra un sistema de justicia internacional que, a todas luces, es profundamente desigual.
La decisión venezolana se enmarca en un momento de cuestionamiento global a la imparcialidad de las instituciones multilaterales. El rápido movimiento contra Putin, frente a la parálisis ante los casos que involucran a Estados Unidos o Israel; la presión descarada contra fiscales; y el contraste interno en el tratamiento de los casos Venezuela I y II, proporcionan a Caracas un argumento potente, incluso para sectores críticos al gobierno, sobre la politización de la Corte.
La denuncia simboliza un rechazo frontal a lo que se considera un sistema de "justicia de los vencedores", donde la jurisdicción universal se aplica solo a los más débiles en la jerarquía internacional. El trasfondo es una batalla más amplia por la multipolaridad y el cuestionamiento de un orden liberal internacional que, para muchos estados, ha mostrado su rostro más hipócrita e interestatal. El reto existencial para la CPI es demostrar que puede actuar con independencia real frente a todas las potencias, o ver cómo su legitimidad —y su membresía— se erosiona irreversiblemente.